atrapados son
de miradas cautivos
espectadores
Todos estos personajes, atrapados detrás de los inexistentes cristales de una variopinta colección de gafas, desafiantes, expuestos a miradas de otros, audaces se transforman en los espectadores del público que atento los observa.
"Atrapados" surge como un juego de encuadres: encuadre de las gafas dentro del lienzo o papel, jugando a veces con las sombras que éstas proyectan sobre la superficie que las sustenta; y encuadre de los retratos dentro de las gafas, utilizadas como medio para enfocar aquellos detalles que me interesan de la expresión captada en un instante concreto.
"Atrapados" es una serie realizada en óleo sobre lienzo y técnica mixta sobre papel. Incluye un conjunto de papeles de pequeño formato (23x23cm) que exploran otros caminos expresivos usando como modelos esculturas de Miguel Ángel.
Memoria geométrica
de una exposición de pintura
en quince minirrelatos
En una sala de exposiciones rectangular, ¿cuántas TRAYECTORIAS puede describir un espectador?
Indifencia
Rechazo
Decepción
Interés
Atrapado
01. El acompañante
02. Mala trayectoria
03. El misterio
04. La señora mayor
05. El pintor
06. El vaticinio
07. Las alumnas
08. Cinta de carrocero
09. El artista mayor
10. La avanzadilla
11. El primer visitante
12. Las fans
13. El record
14. Atrapado
15. El espíritu
Se sentó en mi mesa directamente. Apartó las tarjetas de presentación, que yo tenía dispuestas en forma de abanico, y en su lugar puso una mochila. Abrió el libro que traía en las manos y, sin más saludo ni presentación, se dispuso a leerlo atentamente.
Desde fuera, se escuchó una voz femenina decirle:
—No. No te sientes. Te he dicho que entres para que veas la exposición.
Pero el niño, de seis o siete años de edad, no le hizo ni caso.
A los dos minutos, la madre asomó la cabeza y parte del carrito de un bebé.
—Pero mira los cuadros mientras llega la tita —insistió.
El pequeño ni pestañeó.
La tita acabó llegando, pero ni ésta ni la madre consiguieron levantar al niño de la silla hasta que terminó su lectura, a pesar de su distante insistencia. Sin moverse del sitio, como las protagonistas de El ángel exterminador de Buñuel, ambas definieron un punto perfecto en el quicio de la puerta.
Mi acompañante se marchó como llegó, sin responder a mis palabras ni a mis sonrisas, sin despedidas, mostrando el mismo interés por mi persona y por mis pinturas que el resto de su familia.
A la semana siguiente volvió. Con una autosuficiencia escalofriante se paseó por la sala deteniéndose en cada una de las obras para acabar saliendo sin saludar, como debía ser su costumbre.
Yo estaba de pie, charlando con Julián sobre mis cuadros y sobre la pintura en general delante de "Polarizada".
Los pude ver entrar describiendo una línea oblicua hasta las mini-Carlotas, a cuatro cuadros de mí. Debían rondar los sesenta. Se acercaron a las obras hasta poder distinguir las fibras de los lienzos. Leyeron las cartelas en silencio: "Óleo sobre lienzo", estaba escrito. Se miraron mutuamente, satisfechos de sí mismos, víctimas de una revelación.
—Son acrílicos —sentenció uno.
—Sí, son acrílicos —ratificó el otro.
Dando media vuelta, se dirigieron hacia la salida siguiendo la misma línea atravesada y segura que habían dibujado al entrar, sin mediar palabra alguna con la autora de las obras. Evidentemente, tomándola por una timadora, espero profesional.
Un triángulo dentro de un rectángulo no significa necesariamente decepción.
Desde el quicio de la gran puerta corredera de entrada se dirigió con paso marcial hasta "Fiesta", en el centro de la pared derecha. Con aparente interés observó el cuadro durante unos minutos, pero, dando un giro de 180 grados, marchó hasta el centro de la sala, lanzó una mirada general y, desde allí, con una ira inusitada, se precipitó hacia la salida como si todos los retratados le hubiesen gritado: "¡Inútil!".
Él la había seguido siempre de cerca, con una arritmia que parecía provocada por la dolorosa carga de llevar grilletes en los tobillos. Una vez en el centro, pareció dispuesto a echarle un vistazo más de cerca a alguna otra obra, pero la huida despavorida de ella debió ser clarificadora para él, que con el mismo paso arrastrado que entró se dirigió hacia la salida. Antes de desaparecer, sus ojos se volvieron hacia mí tímidamente, de soslayo, como avergonzados, no sé si de ella, de él o de mí.
Relajada, con sus dos nietos orbitando muy cerca, como partículas subatómicas ralentizadas, recorría la sala la señora mayor. Su preciosa melena plateada se posaba suavemente sobre sus hombros, envueltos en una confortable capa que protegía su pecho del frío febrero.
Al terminar, se acercó a la mesa, cogió una tarjeta de recuerdo y me preguntó amablemente:
—Son todos retratos, ¿verdad?, de personas.
—Sí, claro —contesté.
—Bueno, todos salvo esos, ¿no? —dijo señalando los papeles pequeños—, que son esculturas, ¿verdad?
—Sí, eso es.
—¡Son preciosos! Esta niña de aquí, de allí y de allí tiene una expresión... tan tierna... —dijo señalando los retratos de Beita—. Se ve que reflejan cómo es la niña.
"¡Qué bonitos son!", repetía como un eco mientras se marchaba con una cálida sonrisa en los labios.
Ahí estaba él, el único pintor que yo esperaba. Entró acompañado de su esposa, desprendiendo esa naturalidad suya tan reconfortante.
Recorrió la sala a paso normal, sin pausas, sin detenerse a estudiar ningún detalle, sin aparente interés y sin percatarse de mi presencia.
Al terminar, se acercó a la mesa para coger una tarjeta, y entonces me vio.
—¿Son tuyos? —me preguntó.
—Sí —le respondí, bloqueada por la idea de que debían parecerle una porquería.
—Son muy frescos. Es estupendo ver por fin una exposición que merezca la pena. ¿Me podrías dar tu número de teléfono?
Toda la sangre de mi cuerpo se concentró en mi cabeza dejándome incapacitada para cualquier movimiento útil. "¿Mi teléfono? ¿Para qué? ¿Es que le gustan?", pensaba en vez de contestar.
—Me gustaría quedar contigo para que se los expliques a mis alumnos —me aclaró con amabilidad, como si me hubiera leído el pensamiento.
Yo me sentía tan avergonzada... "¿Para que se los explique a sus alumnos? ¿Pero es que le interesan estos cuadros?, pensaba sin decir palabra.
—Bea —me dijo Miguel, devolviéndome a la sala—, pásale tu móvil.
—Bueno..., no hace falta —dije por fin sonriendo—. En la tarjeta está el teléfono de casa... Yo siempre estoy aquí, quiero decir, tengo que estar aquí... No hay problema...
Miguel me fulminó con la mirada. El pintor se quedó en silencio, como a la espera de algo, algo que yo no conseguía descifrar. Así que busqué compasión en los ojos de su mujer. Pero ella no debió entenderme, porque en vez de hacer algún comentario despreocupado, me dedicó una impenetrable mirada infinita. "¡Uf!", pensé.
—Vale, te los mandaré —dijo el pintor finalmente, rompiendo el hielo.
—Sí, claro, por mí… encantada —respondí, intentando recomponerme.
Salieron de la sala no sé con qué expresión, porque yo parecía mirar atentamente, pero en realidad no veía nada.
Se acercó a la mesa después de terminar un recorrido impecable. Parecía más o menos de mi edad. Llevaba una barba algo canosa muy cuidada que le daba un aspecto de persona instruida. Cogió una tarjeta y me dijo educadamente:
—¡Qué lástima que estos tiempos sean tan malos! En otra época, los habrías vendido todos. Son muy buenos y muy originales, pero ahora... Yo he visto aquí un montón de exposiciones de profesores de pintura que no han vendido nada. Si consigues vender una obra, te puedes dar por muy afortunada, aunque ya te digo que será muy difícil.
—Lo sé —asentí—. En realidad, sólo pretendía mostrar mi trabajo para saber qué opinión le merece a la gente.
—Sí, pero es una pena. En fin... ¡Qué tengas suerte! Enhorabuena por tu trabajo —me dijo, y salió de la sala.
Las cuatro chicas, con sus mochilas al hombro camino de la sala de estudio situada en la tercera planta del edificio, disfrutaron de los cuadros comentándolos sin disimulo.
Al terminar, se distribuyeron como un acordeón desplegado alrededor de mi mesa, sonriéndome en silencio.
—¿Cuánto tiempo has tardado en pintarlos? —se decidió a preguntar una.
—Empecé hace tres o cuatro años, pero lo he ido compaginando con otros cuadros y con mi trabajo, soy programadora de páginas web. El año pasado, con la exposición ya planteada, sí que pinté muchos, por lo menos diecisiete, entre óleos y papeles —le respondí.
—Son tus hijas, ¿verdad?
—Sí.
—¡Qué chulos son! —dijeron a coro, y se volvieron a quedar en silencio, sonriéndome.
—Somos alumnas de Miguel —dijo una rompiendo la pausa.
—¿De qué Miguel?
—De Miguel... —insistieron al unísono, poniendo unas caras muy cómicas mientras me señalaban a mí.
—¡Ah!, de Miguel... ¡Claro! Mi Miguel, mi marido —dije azorada, cayendo en la cuenta de que no eran alumnas del bachillerato de artes del I.E.S. Juan Lara, como había supuesto.
Asintieron sonriendo con un movimiento sincronizado de cabezas.
—Bueno, hasta luego —dijeron partidas de risa, y se marcharon escaleras arriba.
De todos los espectadores, sin duda, los espontáneos y naturales son mis favoritos.
Se dirigió directamente hacia mí con paso seguro. Era bajito, moreno, con la piel oscura algo rojiza y unos pómulos muy marcados caídos por la edad. Después de presentarse, me dijo:
—Vengo a ver la exposición porque, como artista, tengo que estar al tanto de todo lo que se está haciendo.
—Claro —le dije amablemente.
Empezó su recorrido en el cuadro que estaba situado detrás de mí: "Sueña".
—¡Ja! —exclamó—. Aquí has usado mucho aerógrafo y cuerda de arco, ¿verdad?
—¿Qué? —pregunté sorprendida.
—Sí, para hacer estos degradados de aquí —dijo señalando las monturas—, has usado el aerógrafo.
—¿El aerógrafo? No, claro que no —dije riendo.
—No te creo, perdona. Esto lo has hecho con aerógrafo —insistió—, si no, ¿cómo lo has hecho?
—Pues... con el pincel, dándole así —dije sonriendo, imitando los movimientos de las pinceladas sobre el cuadro—, con suavidad. Utilizo unos pinceles de pelo muy suave.
—No lo creo —dijo categóricamente—. Y estas curvas las has trazado con la cuerda de arco.
—¿Qué? No. Primero dibujo un boceto con pastel azul, y cuando creo que está perfecto, lo pinto al óleo —dije riendo educadamente, sin dar crédito a la situación.
—Bueno, no te molesto más. Sigo viendo los cuadros —dijo zanjando el tema.
Me volví a la mesa muerta de risa, completamente atónita. ¿Este hombre es pintor? ¿Qué pintará?
Tal y como dijo, continuó su paseo por la sala echando un vistazo a todas las obras. Al finalizar, en la pared de "644835", se dirigió nuevamente hacia mí.
—Has tirado mucho de la cinta de carrocero, ¿verdad? —me dijo, convencido de que me había desenmascarado al fin.
—¿Qué? No, claro que no —le dije divertida y estupefacta al mismo tiempo.
—No lo creo —sentenció finalmente— y se marchó.
"¡Qué surrealista!", quedó resonando en mi cabeza el resto de la tarde.
Todo en él parecía cuadrar con el patrón que habían seguido los académicos a lo largo de la semana.
Entró mirando hacia la pared derecha, de espaldas a mi mesa. Observó las obras muy de cerca, escudriñándolas, y de lejos, meditándolas. Leyó alguna que otra cartela. Se acercó a la silla de enfrente, lejos de mí, para coger una tarjeta, que leyó concentrado y devolvió a su sitio. Se quedó fijo, a tres pasos de la salida, echándole un último vistazo global a las obras, pero...
Se giró 90 grados, me miró fijamente y me expuso sus conclusiones con naturalidad.
—Muy finos, sí señor. Muy elegantes. Yo pinto de otra manera pero... están muy bien. Te puedes recrear en ellos, que al fin y al cabo es de lo que se trata. ¡Enhorabuena! —me dijo, y salió tranquilamente.
El muchacho entró solitario, recorrió la sala ensimismado, observó de nuevo algunos cuadros y salió correspondiendo a mi mirada con timidez. Llevaba una tarjeta en la mano y una evidente aprobación en sus ojos.
Después de él, entró una mujer con dos niños muy pequeños. Nada más empezar el recorrido, la niña gritó riendo:
—¡Qué feos!
—Shhh, calla, ¿qué dices? —le increpó la madre inmediatamente por lo bajinis.
Continuaron su visita en silencio.
—¡Muy bonitos! —me dijo la mujer al salir.
—Muchas gracias, pero a ella no le han gustado nada, ¿verdad? —dije riendo, buscando la carita de la niña, pero ya estaba fuera, en el recibidor.
En cuanto entró por la puerta, me dijo Miguel: "Mira, ¿ese no es...?". Yo había conocido a su hermano en el año 2000, porque participó en una exposición colectiva que organizamos, junto con la concejalía de cultura, en esta misma sala. Ya no era un hombre joven, pero se mantenía delgado, ágil y vital. Al terminar su visita, me dijo:
—Muy ocurrentes. Técnicamente perfectos. Yo soy del gremio y sé lo difíciles que están las cosas. ¡Suerte!
Al rato, apareció de nuevo el muchacho seguido por cuatro más. Observaron las obras comentándolas entre ellos, revisando, al final, algunas en la pared de los tonos cálidos.
Lo vi salir satisfecho, justo detrás de sus amigos, volviendo su cabeza hacia mí, sólo un instante, como lanzándome un guiño.
Tenía un aspecto frágil. Era alto, delgado, con los ojos claros y una palidez rosácea típica de Cádiz, supongo por la mezcolanza con los bodegueros ingleses que se establecieron aquí en el siglo XVIII.
Observó los cuadros largo rato, deteniéndose más en los tres del fondo.
Por fin se acercó hasta mí para hacerme un comentario sobre "Sueña". Comentario que no pude entender, pero que debía ser agradable, por su sonrisa.
—Perdone, no le entiendo —le dije.
Me repitió el comentario con mucha amabilidad, pero sólo llegué a intuir que le gustaba el trazo o algo así. Me pareció que hablaba en castellano, pero en una versión ininteligible, como si estuviera trastocando las letras, de tal forma, que no se pudieran reconocer las palabras.
—¡Ah!, sí... —dije.
Me miró sonriendo y continuó comentándome las obras del fondo con los que parecían argumentos interesantes, por ciertas palabras sueltas que yo lograba distinguir: color, sombras, trazo...
—Perdone, ¿cómo dice? —le dije haciendo un último intento, pero dándome cuenta de que iba a ser inútil.
Me volvió a repetir la frase con paciencia y con los mismos sonidos incomprensibles. Se notaba que se estaba esforzando tanto, se le veía tan interesado, parecía tan amable... que intenté improvisar mis réplicas con pericia para que no se notara mi incapacidad para entenderle.
"¡Qué lástima!", pensé cuando se marchó.
El último sábado de la exposición regresó de mañana. Se fue directo a "Fiesta", de él a las gafas de bucear de papel, de allí a los tres del fondo, quedándose atrapado en "Fotocromática", de ésta a los papeles y finalmente a la zona de "Nocturno".
—Muy bonitos —me dijo sonriendo amablemente.
—Usted ya estuvo aquí otro día, ¿verdad? —le pregunté.
—Sí, me gustan mucho. Tienen unos colores... En aquellas de papel, las de bucear, ¡es que se ve el plástico! ¡Qué difícil! Tienen un trazo tan fino... —dijo señalando en general—. ¡Enhorabuena! ¡Qué tengas suerte!
¿Cómo no me di cuenta, el primer día, de que no era un gaditano con problemas foniátricos sino un militar de la base de Rota con un fuerte acento americano? Misterio.
Desde el recibidor del edificio, fuera de la sala de exposiciones, se escucharon unas voces exclamar: "¡Qué chulos!"
Entraron dos chicas de unos dieciocho años. Recorrieron la sala en un orden aleatorio, reiterativo, multipoligonal. A cada paso, exclamaban en voz alta sus impresiones, alegres y despreocupadas.
—¡Qué guay! ¡Mira éste!
—Y ese… ¡Qué chulo!
—¡Me encantan!
—¡Qué chulos! ¡Mira aquel!
—¡Guau! ¡Son chulísimos!
—¿Nos podemos llevar una? —preguntaron señalando las tarjetas de mi mesa.
Mientras se movían como hormigas locas por la sala, se hacían selfies delante de los cuadros, espontáneas, divertidas… felices.
Éste, desde luego, no era un rectángulo cualquiera. Era un rectángulo denso, como si se hubieran ajustado en su perímetro, apasionadamente, cientos de trayectorias diferentes. Éste, sin lugar a dudas, era un rectángulo atrapado.
Las dos alumnas entraron al poco de abrir la sala el último viernes. Fueron estudiando los cuadros metódicamente, intercalando momentos de observación atenta y de charla, tan animada a veces, que me hicieron dudar de si realmente estaban comentando las obras o hablando de sus cosas haciendo tiempo mientras venían a recogerlas. Sin embargo, no hubo distracción que lograra apartarlas de su cometido, ni siquiera la visita de unos amigos. Allí continuaron, impertérritas, hasta culminar en mi mesa más de una hora de reloj de visita. ¡Increíble!
"¡Aquí hay madera de buena alumna!", pensé después de atender su impresionante listado de consultas.
Por su aspecto, algo estirado, pensé que describiría una línea recta, de ida y vuelta, en la entrada de la sala.
El joven del chaquetón tres cuartos de paño negro, alto, guapo, recorrió la sala a la inversa con detenimiento interesado. Cuando creí que ya se iba, trazó una diagonal y se plantó meditando frente a las esculturillas. Desde allí, cruzó en línea recta hasta los ojos de marco plateado estudiándolos de cerca y de lejos. Cada vez más azorado, trazó una nueva recta siguiendo la pared hasta las mini-Carlotas, observándolas pensativo. Volvió hasta "De soslayo" lo escudriñó con calma, volvió a las mini-Carlotas, pero una mirada descuidada se cruzó con la de Miguel, que aprovechó la ocasión para ofrecerle una tarjeta y así darle un respiro.
Del mismo modo que un niño se acerca a un desconocido que le ofrece caramelos, inició su titubeante paseo hasta la mesa. Cogió la tarjeta sin mediar palabra, con un ligero gesto de aprobación, y se apostó detrás de la columna de enfrente. Permaneció allí, como un animalillo con su presa, leyendo y releyendo el pequeño texto explicativo un buen rato.
Cuando al fin se puso en movimiento, lo hizo para regresar a los ojos en papel. Parecía que estuviera intentando teletransportarlos a no sé qué lugar. Después, volvió a las mini-Carlotas. Y…
Sí, salió de la sala. Salió luciendo una tímida sonrisa ladeada, huidiza, como si llevara varias obras escondidas entre el corazón y el chaquetón tres cuartos de paño negro.
Aquel espacio prestado no estaba vacío, con o sin mis obras.
Había algo especial en los ojos de esta chica mientras me hablaba de los papeles pequeños con dibujos de esculturas de Miguel Ángel. No sé cómo explicarlo. Sus palabras me trasmitían un entusiasmo diferente mientras me decía: "¡Me encanta esa mezcla de figuras clásicas con las gafas modernas!".
El señor mayor con gafas de pasta, que yo tenía la sensación de haber visto antes, se acercó a la mesa para decirme: "Buenas, yo soy pintor. Nunca había visto nada igual. No sabía que se pudiera hacer algo así. Porque es óleo, ¿verdad? Me he quedado sorprendido. ¡Me encantan!
Yendo y viniendo de los cuadros a mi mesa con una impaciencia descontrolada, me decía una mujer: "¡Me encantan!"... "¿Puedo coger una tarjeta?"... "Una amiga me dijo que no me los podía perder; ya veo que no se equivocaba"... "¿Te importa que les haga fotos?".
No, definitivamente, los otros visitantes que se habían entusiasmado con mis cuadros no eran como estos. Estos tenían un aire familiar entre ellos, no un parecido físico, un no sé qué, perceptible, pero indefinible, como si a través de sus ojos asomara la mirada de otro, como si se hicieran visibles en sus gestos los anhelos de otra persona, de la misma persona, de una que habría comprado cualquiera de las obras mostradas esos días en aquella sala de exposiciones.